miércoles, 12 de enero de 2011

El Hombre de la Mancha

ESPIRALES ELÍPTICAS

          El Hombre de la Mancha

                                                 Por: Francisco Chaves Guzmán

        Ver a Peter O’Toole en el papel de Don Quijote es un espectáculo grandioso. Ver a Sofía Loren en el papel de Dulcinea no le va a la zaga. Verlos juntos en la película musical que dirigió Arthur Hiller en 1972 es un menú digno de sibaritas. Oírlos cantar los temas que propuso el compositor Lawrence Rosendhal es una delicia estética. Pero la película “El Hombre de la Mancha” es más: un ritmo perfecto, un montaje minucioso y un guión repleto de guiños inteligentísimos.
        Hay que decir que a los puristas cinematográficos y cervantinos no les convenció del todo la película. A los primeros porque no respetaba la estructura fílmica propia de Hollywood. A los segundos porque la personalidad del Quijote de O’Toole no se adaptaba a las glosas canónicas. Nada nuevo: todo el cine que tiene a Don Quijote como protagonista ha sido tildado, como mínimo, de decepcionante y malogrado. Antes y después que Arthur Hiller ya sufrieron de incomprensión Pabst (1932), Adlon (1979), Kosintsev (1957), Gutiérrez Aragón (1991), Rafael Gil (1947) y hasta el mismísimo Orson Welles.
   Nacen estas consideraciones del maratón de cine musical a que me he sometido gustoso durante los últimos días. Añadiré que soy un aficionado fiel, pero crítico, del cine musical americano, sobretodo del que Hollywood ha sabido durante décadas fagocitar de la invención artística de los compositores y escenógrafos de Broadway.
        Desgraciadamente, nunca he asistido a una representación en Broadway, por lo que carezco de elementos de juicio que me permitan valorar el glamour, la estética rutilante y los profundos embelesos de que hablan los iniciados (lo que tampoco tiene importancia, porque carezco de afecto hacia el “american way of life” y jamás me he planteado visitar aquellas tierras).
        Así que lo único que conozco de Broadway son las copias en audio de sus grandes éxitos y los remakes estrenados en la Gran Vía madrileña, que me han dejado más frío que caliente. Eso y los gloriosos transplantes que los cirujanos de Hollywood han llevado a cabo de la práctica totalidad de los musicales que allí nacieron.
       Y puedo decir que en estos transplantes sí he encontrado emociones fuertes y duraderas, profundidades soterradas, placer estético que lleva casi a la levitación, interpretaciones magistrales, la inmensa fuerza de las canciones aparentemente intranscendentes, ruinas brillantes, inmensos espacios vacíos.
        Incluso de algunas obras bien edulcoradas, que no constituyen precisamente el subgénero de mis preferencias, es posible entresacar instantes deliciosos. Por ejemplo, es inenarrable escuchar cantar a Louis Armstrog “Hello Dolly”, la canción que da título a la película del mismo nombre. Y también oír a Christopher Plumier en “Edelwais”, del film “Sonrisas y Lágrimas”, que te hace caer rendido ante los múltiples encantos de la familia Trapp de esta versión cinematográfica.
        Pero mis gustos personales transitan otros caminos menos trillados, menos acaramelados. Cercanos a la insumisión, a lo estrafalario, a lo iconoclasta, a la rebeldía, a lo que pone en entredicho los más firmes principios, las verdades eternas, las convenciones sociales, las cobardías individuales.
        Estas razones son las que me llevan a considerar “La Leyenda de la Ciudad sin Nombre” mi musical favorito. Esta película, que estuvo a punto de provocar la ruina de la Paramount a causa del boicot a que fue sometida en Norteamérica, y que salvó los muebles económicos en el sur de Europa, es una mezcla de alegría y optimismo, en la que Lee Marvin es a la vez la representación de la ternura y de la malicia absolutas. Otro ejemplo podría ser el de “Cabaret”, de Bob Fosse, en la que, con la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo, se muestran las pasiones humanas en toda su crudeza. Y el “Oliver” de Carol Reed, donde, bajo la apariencia del melodrama, se ridiculiza de mil maneras la hipocresía y los ritos de una sociedad enferma.
         A este tipo de cine pertenece “El Hombre de la Mancha”. Arthur Hiller, su director, hace, como Cervantes, una crítica feroz del ensamblaje social, pero no se limita a copiar, sino que crea una nueva atmósfera, con el aire fresco necesario para que la figura del Quijote siga deshaciendo entuertos, atacando fantasmas absolutamente reales.
         En general, el cine musical no tiene buen cartel en España, igual que no lo tienen las adaptaciones del Quijote. Pero ambas cosas tienen elementos estéticos e ideológicos que las hacen imprescindibles. Los mitos necesitan reinterpretarse continuamente para demostrar que siguen vivos.

Publicado en Diario Lanza el 15 de Diciembre de 2010

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